Si las puertas de la percepción fuesen depuradas,
todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito.
William Blake.
A los veintiún años, además de cortarme la chota y tener mi primera relación sexual, decidí pegarme un viaje en ácido. Todo un ritual iniciático de pasaje a la vida adulta.
A pesar de haberme codeado toda mi adolescencia con gente más o menos aficionada a las drogas, nunca había probado la marihuana siquiera. En cierto sentido, es como si hubiese quemado una etapa.
Decidí tomar ácido lisérgico después de leer Las puertas de la percepción de Aldous Huxley, donde él relata una experiencia que tuvo con el consumo de mescalina y hace un breve estudio sobre el LSD y el peyotl. Fue un buen viaje. Doce horas de vuelo. Un poco preocupado a la hora de aterrizar, pero nada grave.
Sé de gente a la que no le fue tan bien. Dos conocidos de un conocido terminaron volviendo en sí en lo alto de un poste de teléfono, sin recordar cómo habían llegado ahí y sin animarse a bajar.
Una conocida sintió la presencia del mal, en forma de animales invisibles, en las copas de los árboles del patio de su casa. Además, se le salió un pie mientras se lo rascaba. Eso es lo que vio. Se quedó con el pie en la mano.
Otro conocido, en cambio, tuvo un viaje de lo más estúpido: lo único que me cuenta es que vio hablar a un ombligo. Yo, en su lugar, hubiese pedido que me devolvieran el dinero invertido en el pasaje.
Pero no necesariamente la culpa es de la calidad de la sustancia (o de la dosis —mi conocida se clavó una pepa entera, siendo que era la primera vez que consumía—). También entra en juego, y no como factor meramente secundario, la idiosincrasia y el estado anímico del sujeto. A cada cual le pega según sus características. Eso no deja muy bien parados a mis conocidos. A ella, por su estado anímico. A él, por su idiosincrasia.
No repetí la experiencia. Si alguna vez lo hago —y es probable que así sea—, quiero que sea en compañía de alguien en la misma sintonía, alguien que se coloque conmigo. Un viaje de a dos. Para ver qué se siente al interactuar con alguien del otro lado del espejo. Mientras, prefiero abstenerme. No es cuestión de tomarle el gusto, quemar demasiada materia gris y terminar como Syd Barrett: con los ojos como agujeros negros en el cielo.
La pepa —un cuarto— me la consiguió uno de los pibes de Martelli, Pablo S. La tomé un domingo, pasado el mediodía, en compañía de él, Claudio G y Federico D. Ninguno de los tres se animó a probar. Claudio G estaba totalmente limpio; los otros dos, fumados. Una vez se hubo disuelto el papel secante, los cuatro compartimos un par de cervezas.
La droga tardó una hora, aproximadamente, en hacerme efecto. Con lo pibes nos estábamos cagando de la risa, ya no recuerdo de qué —ni importa: siempre nos reíamos—. En algún momento, comencé a reírme más de lo normal. Pero no puedo precisar cuándo.
El padre de Claudio G, Néstor G, tenía una gata. Muy linda. Gordita; marrón, gris y blanca. Éramos muy amigos. Las tardes que yo iba de visita, se la pasaba recostada sobre mi falda. Pero esa tarde la pasó escondida bajo una cama. De rodillas, me asomaba y la llamaba. Ella me miraba fijo, hecha un bollito. «Capta algo», pensaba yo. «Es que los animales son muy perceptivos.» Muy romántico lo mío. Hoy día pienso que, simplemente, la gata se asustaba de mis risotadas. Claudio G prefiere seguir creyendo lo primero.
Después de las cervezas, nos tomamos un té. Así éramos nosotros. Hasta ese momento, lo único que había experimentado eran esos accesos de hilaridad. Mientras tomaba mi té, comencé a sentir algo más, de índole sexual. Un calor, muy placentero, que subía desde mis pies hasta mi sexo. Los pibes se reían diciendo que yo me sentaba y sostenía el saquito de té como si fuese Charly García. Hasta acá, este podría ser un viaje de mi conocido, el que vio hablar al ombligo —yo que lo critico tanto—. Pero las cosas no quedaron ahí.
De a poco, comenzó a cambiar mi percepción visual de las cosas que me rodeaban. El primer impacto lo recibí al voltear la cabeza, mientras tomaba mi té, y ver un rayo de sol que entraba por la puerta que daba al patio. Un patio chiquito, mezquino. Pura pared y baldosa: nada verde para ofrecerle a mi estado alterado de conciencia. Pero con el rayo solo bastaba, al menos para empezar.
¿Qué pasaba con el rayo?
Era una cuestión de intensidad. Pero no puedo decir que se viera más brillante que de costumbre. Lo mismo que los colores. No sé si los veía más fuertes, más brillantes, más intensos. Los sentía más intensamente. Como si los percibiese por primera vez en serio, como eran en realidad. Y como si los percibiese con algo más que la vista. Con todo el cuerpo.
Eso es lo que experimenté al toparme con aquel delgado rayo de sol. Se me metía a través de los ojos y lo sentía en todo el cuerpo. Y no le podía, o no le quería, sacar la vista de encima. Y la sensación era de un placer extático.
En Las puertas de la percepción, Huxley habla de la teoría de Henri Bergson según la cual «la función del cerebro, el sistema nervioso y los órganos sensoriales es principalmente eliminativa, no productiva. Cada persona, en cada momento, sería capaz de recordar cuanto le ha sucedido y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo. La función del cerebro y del sistema nervioso es protegernos, impedir que quedemos abrumados y confundidos por esa masa de conocimiento en gran parte inútil y sin importancia (…) admitiendo únicamente la muy reducida y especial selección que tiene probabilidades de sernos útil en lo práctico». El cerebro funcionaría como una válvula reductora, para permitir el desarrollo normal de nuestras actividades mundanas y, por ende, nuestra supervivencia.
Según Huxley, las drogas como el LSD y el peyotl actuarían sobre esta válvula reductora desactivándola parcial y transitoriamente. El resultado de esto sería que captáramos, bajo el influjo de la droga, una porción de realidad mayor que de costumbre, accediendo a una parte de la información normalmente vedada.
Volviendo al rayo de sol. Una vez que terminamos el té, nos trasladamos al patiecito mezquino. Creo que a pedido mío, pero no podría jurarlo. Nos sentamos en el piso, formando un círculo. Y conversamos. Yo seguía la charla muy atentamente, sin participar mucho. En un momento, Claudio G y Federico D tuvieron una pequeña discusión. Una discusión disfrazada de broma, con rencor solapado. ¿El tema? No lo recuerdo en lo absoluto. Sólo recuerdo la impresión que me causó. Me parecía ver la energía negativa que iba de uno al otro. Sobre todo de Claudio G hacia Federico D, en un momento en que el primero lanzó un comentario hiriente. Y otra vez, no es que viera algo realmente, pero es lo que más se le aproxima. Liliana N decía que los hippies habían inventado la palabra onda, tan imprecisa, a raíz de no poder ponerle un nombre a este tipo de sensaciones.
Vi el dardo lanzado por Claudio G y el impacto que hizo en Federico D. Y vi el posterior resentimiento de este último. Todo esto me angustiaba. No entendía por qué las cosas tenían que ser así. Y cómo Claudio G no se daba cuenta del daño que estaba causando. Pero me guardaba de intervenir, sólo contemplaba.
En un momento cayó Néstor G, el padre de Claudio G. Los pibes temían que yo no pudiese disimular mi estado. Sí pude. Tuve que reprimir el deseo de abrazar a Néstor G. Y no es que él me cayese particularmente bien. Casi diría que al contrario. Pero en ese momento mi impulso era ese: el de abrazarlo y reírme a carcajadas. De satisfacción. Creo que no percibió nada extraño. Cuando se fue, me dieron ganas de salir. Les avisé a los pibes que iba a dar una vuelta manzana —quería sentir un poco el exterior—. Se ofrecieron a acompañarme. Me negué. Prometí volver enseguida. Se rieron y me despidieron como si saliera de expedición.