martes, 26 de junio de 2012

BABEL

Esta es reciente.

La historia es así: hasta hace unos meses, Claudio G andaba con una tal Viviana. Tenían algo así como un noviazgo. No exactamente eso, pero había cierta promesa tácita de exclusividad mutua. En un momento, Claudio comenzó a notar cosas raras, comenzó a sospechar que ella andaba con alguien más. Una noche que ella se quedó a dormir en su casa, decidió revisarle el celular. Y confirmó su sospecha: encontró fotos de ella con otro tipo en un telo. Al otro día, la despidió sin haber mencionado el descubrimiento; pero habiendo decidido cortar la relación.

Esa noche, yo también estaba de visita en lo de Claudio. Era la primera vez que veía a esta mujer.

Pasaron algunos días. A Viviana le extrañó la distancia que Claudio había tomado repentinamente: contestaba uno de cada dos mensajes, no la invitaba a su casa y, cuando ella le proponía que se vieran, declinaba la oferta con alguna excusa. Finalmente, Viviana le preguntó que pasaba. Y Claudio respondió con la verdad. Ese fue el fin oficial de la relación. O más o menos. Como suele suceder con mi amigo, al tiempo volvieron a verse; pero la relación mutó en algo más informal: eventuales garches.

La segunda vez que vi a esta mujer fue hace unos días.

Sábado a la noche. Había quedado con Claudio en ir a su casa. Salgo del laburo y recibo un mensaje suyo: «Venite a lo de mi viejo. Él no está. Estoy laburando por la zona. Termino y voy para allá». De modo que me traslado a Martelli.

Llego a casa de Néstor. Llueve. Toco timbre y espero bajo un techito. Al rato, Claudio se asoma por una ventana, el torso desnudo.

—¡Aguantá que ya bajo! —dice.

—O.K. —digo.

Un rato más y sale, todavía en cueros. Atraviesa el patio, al trote, hasta la puerta de calle. Las gotas de agua le golpean el cuerpo.

—¡Pasá que me cago de frío! —me dice. Antes de que entremos al departamento, agrega—: Disculpá, es que justo me agarraste acabando un asunto.

Me río.

—Hijo de puta…

Entramos. Está sentada en el sofá.

—Ella es Viviana —dice Claudio—. Ya se conocen, ¿no?

—Sí— decimos, y nos saludamos.

Inmediatamente, dejo de prestarle atención y paseo la vista por el departamento buscando a mi amiga, la gata de Néstor. Hace años que no vengo y no sé si aún vive.

—Che, ¿la gata sigue existiendo? —pregunto.

—Sí —dice Claudio.

—¿Dónde anda?

—Debe estar en la pieza de mi viejo. Debajo de la cama. O en el placard.

Desde la cocina, miro hacia la habitación. La última vez que vine, Néstor tenía un gato más.

—¿Y está ella sola o hay algún otro gato? —pregunto.

Claudio lanza una de sus risotadas.

Me volteo. Viviana me fulmina con la mirada. Capto el equívoco.

—Qué copado tu amigo, eh… —dice—. La última vez que lo vi era calladito.

Me río.

—¡Estoy hablando de gatos en serio! —digo—. Acá, antes, había un gato ciego.

Pienso en una prostituta no vidente. Se ve que a ellos no se les aparece la misma imagen. Al menos, no hacen comentario al respecto.

Claudio se sigue riendo.

—Sos un hijo de puta —le dice ella—. Primero lo del portaligas y ahora esto…

Lo miro.

—Encontró un portaligas de Natalia —me dice.

Porque a Natalia D también se la sigue cogiendo cada tanto.

Me desplomo en un sillón.

—¿Llamaste al remís, Claudio? —pregunta ella.

—Sí —responde él.

—Ahora me voy y pueden esperar tranquilos a los otros gatos —dice ella.

Claudio se ríe.

—¿Pongo agua para unos tés? —me pregunta.

—Dale —digo.

—¿Y? ¿Novedades de aquello?

—Sí —respondo—, pero es largo. Dejame que me instale. Después te cuento.

—Te cuenta después de que se vayan los gatos —acota ella.

No la miro. Hago una mueca que parece una sonrisa.

Suena el timbre.

—Vamos —dice Claudio, aún riéndose—. Te acompaño a la puerta.

Ella se levanta. Yo me quedo en mi lugar. Si me querés saludar, vas a tener que hacerlo vos, pienso. No vaya a ser que me corras la cara.

Se para junto a mi sillón. Se inclina sobre mí. Terrible cara de orto. Mejilla con mejilla, beso al aire, sin una palabra.

Por dentro, yo me reía bastante.

domingo, 17 de junio de 2012

PALABRA DE DIOS: DINA

    Génesis, capítulo 30 al 34.

   Raquel acaba de parir a José.
   Apretemos el botón de avance rápido.
   Jacob ya cumplió con los siete años de trabajo a cambio de Raquel. Está podrido de laburar para Labán y quiere volver a su tierra. Labán no se la hace fácil: quiere que se quede porque desde que Jacob trabaja para él, el ganado se ha multiplicado sobremanera —la mano de Dios—. Jacob acepta quedarse a cambio de lo siguiente: que su salario sean todas las ovejas negras y las cabras manchadas del ganado de Labán. Las que hay en ese momento y las que nazcan a partir de entonces. Labán acepta encantado: las ovejas negras y las cabras manchadas son poquitas. Pero he aquí que Jacob hace un truco inentendible con unas varas de álamo, de avellano y de plátano oriental. Las descorteza, las clava en los abrevaderos donde las reses van a beber y esto, por alguna extraña razón, hace que las reses se pongan en celo, garchen y tengan crías negras y manchadas. (1) Resultado: las ovejas negras y las cabras manchadas son cada vez más. Jacob cada vez tiene más ganado, Labán cada vez menos. Esto, a Labán, no le gusta ni medio. Y empieza a mirarlo fiero a Jacob. (2) Jacob decide huir secretamente con todas sus mujeres, todos sus hijos y todo su ganado. Labán los descubre y los intercepta —eran un bulto muy voluminoso como para pasar desapercibidos—. Discuten. Se ponen de acuerdo. Jacob se va a la mierda.
  Ahora, Jacob tiene cagazo de lo que va a encontrar de regreso a su tierra. Teme que Esaú lo mate, como lo prometió. Para ganar su perdón, decide regalarle: doscientas cabras, veinte machos cabríos, doscientas ovejas, veinte carneros, treinta camellas con sus crías, cuarenta vacas, diez toros, veinte asnas y diez asnos. (3) Esaú lo recibe con un abrazo y un beso. (4) «¿Y todo este ganado para qué es, boludo?», le pregunta. «Para que me perdones», responde Jacob. «¡Pero dejate de joder, será de Dios! ¡Quedate con tus animales que yo tengo un montonazo!» «No, boludo, quedatelos vos, te lo ruego. Por la buena onda.» (5) Esaú acepta y Jacob se instala en Sucot, frente a la ciudad de Siquem.
   Volvemos al avance normal.
  Un día, Dina —hija de Jacob y Lea—, que aún era una niña, salió a pasear. Se cruzó a la ciudad para jugar con otras niñas. Siquem —mismo nombre que su tierra—, hijo de Hamor —príncipe del lugar—, aprovechó que la encontró sola y la violó. (6) Después de violarla, se enamoró de ella. (7) Y habló con Hamor, su padre.
   —Consígueme esta niña por mujer —le pidió.
  Hamor fue a hablar con Jacob. Tanto él como sus hijos se habían enterado de la violación. Los once hermanos —Benjamín aún no había nacido— estaban enfurecidos.
   Hamor les hizo su propuesta:
   —El alma de Siquem, mi hijo, está unida a vuestra hija. Ruégoos se la deis por mujer. Y emparentad con nosotros. Nos daréis a nosotros vuestras hijas y os daremos a vosotros nuestras hijas. Así habitaréis con nosotros y compartiremos con vosotros nuestra tierra.
   Y dijo Siquem:
   —¡Halle yo gracia en vuestros ojos! Daré cuanto me dijereis, con tal que me deis a la joven por mujer.
   Los hermanos respondieron:
  —No podemos hacer esto, el dar nuestra hermana a un hombre incircunciso, porque sería una deshonra para nosotros. Tan sólo con esta condición podremos complaceros: si consentís en ser como nosotros, circuncidando todo varón entre vosotros. Entonces, os daremos a vosotros nuestras hijas y tomaremos vuestras hijas para nosotros. Y habitaremos con vosotros y seremos un mismo pueblo. Mas si no quisiereis escucharnos, tomaremos a nuestra hija y nos iremos.
  Tanto al padre como al hijo les cabió la respuesta. Fueron, entonces, a hablar con los hombres de su ciudad.
  —Los de enfrente, los que están cagados en guita y en ganado, están dispuestos a unirse con nosotros en un solo pueblo si nos cortamos el prepucio. Piénsenlo: todas esas vacas por un pedacito de chota. (8)
   Los hombres agarraron viaje y ahí nomás se circuncidaron.
   A los tres días, cuando estaban todos doloridos, Simeón y Leví —hijos de Jacob— entraron a la ciudad armados con sendas espadas y los masacraron. Y con sus hermanos saquearon las casas, se llevaron los rebaños y tomaron como esclavos a las mujeres y los niños. (9)
   Al viejo Jacob, esto no le gustó nada.
   —Me habéis turbado —dijo a Simeón y a Leví—, haciéndome odioso para la gente de los alrededores. Ahora se van a juntar todos y nos van a cagar matando. (10)
   Mas ellos le respondieron:
   —¿Había él de tratar a nuestra hermana como a una ramera?

     (1) Génesis 30:37-39
     (2) Génesis 31:2
     (3) Génesis 32:13-15
     (4) Génesis 33:4
     (5) Génesis 33:8-10
     (6) Génesis 34:2
     (7) Génesis 34:3
     (8) Génesis 34:20-23
     (9) Génesis 34:25-29
    (10) Génesis 34:30

martes, 5 de junio de 2012

RAÚL

Raúl decía «eco», «école» y «école cua».

Raúl decía «buena pele». Nunca entendí qué significaba eso.

Raúl decía «me caigo y me levanto».

Cuando le preguntabas qué había para comer, respondía «lambeta y tajada de agua» o «polenta con pajarito».

Cuando le preguntabas qué película había para ver, respondía «el pelado con trenzas» o «el desnudo con las manos en el bolsillo».

Cuando le preguntabas «¿Qué es eso?», respondía «Es para hacer hablar al bicho curioso».

Raúl me decía «¡Guillermito! ¡Valés tu peso en oro! Lástima que pesás tan poco…».

Pero más veces que Guillermito, o Guillermo, me llamaba inservible. O boludo.

«Boludo. Se te salen las pelotas por el pantalón», me decía.

«Vamos de la mano a juntar duraznos», recitaba. «Vamos del bracete a juntar soretes.»

Cuando creía que estabas mintiendo, cantaba «Mentira tenía un boliche. Macana se lo vendió. Y entre Mentira y Macana, el boliche se fundió».

«Te van a cagar en la boca, Susana», le decía a mi vieja sobre mi hermana Silvana y yo.

Raúl comía haciendo ruido. Los líquidos los sorbía ruidosamente también. Roncaba. Hablaba y reía a los gritos. Eructaba. Se tiraba pedos. Nunca estaba en silencio.

Cocinaba con mucho aceite. Comía mucho ajo. Usaba dientes postizos. No los lavaba bien y los dejaba por cualquier lado. Impregnaba de mal aliento el tubo del teléfono. Mojaba pizza y sándwiches de milanesa del día anterior en el mate cocido con leche del desayuno. Quedaba una pátina de aceite flotando.

Se secaba los sobacos con la toalla de la cara. Un sábado a la noche me lavé la cara antes de salir. Ya en la calle, sentía olor a chivo y no sabía de dónde venía.

Escupía continuamente. Escupitajos con mucha flema. ¿Es eso ser flemático? En casa, en la ventana del living, el mosquitero tenía una ventanita para sacar la mano y abrir y cerrar los postigos. Él la usaba para lanzar sus proyectiles al exterior. Un día, escupió a una vieja que pasaba.

—¡¿Pero qué hace?! —dijo ella—. ¡Guanaco!

Raúl era muy celoso. Tenía celos de los pacientes de mamá. Trataba de escuchar las conversaciones apoyando un vaso sobre la pared que daba al consultorio y la oreja sobre el vaso.

Tenía celos de mí. Decía que me restregaba sexualmente contra el cuerpo de mamá. Yo era su contrincante. El cachorro del macho que había poseído a su hembra antes que él. Si hubiese sido un poco más animal, de seguro me hubiese matado o me hubiese cortado la chota y se la hubiese tragado.

Raúl decía que jugar frente al espejo volvía loco.

Raúl decía que respirar el olor a tinta de la guía telefónica volvía loco.

Daba órdenes absurdas, a menudo contradictorias. Si le preguntabas «¿Por qué?», respondía «Porque sí».

Nos tiraba de las orejas como si quisiera arrancarlas. Nos ponía bajo la ducha fría con ropa y todo. Se nos mojaban las cosas de los bolsillos.

Raúl era católico apostólico romano. Tenía una emisora radial en el garage de casa. Una radio católica. A la mañana, transmitía el Santo Rosario. A la tarde, la voz del papa.

Admiraba al papa. Tenía posters de él. Soñaba con visitar el Vaticano.

Cuando cumplí diez años, quiso que fuera bautizado. Yo vivía en peligro, por el pecado original. Si en esa época hubiese muerto, me habría ido al Infierno. Tomé clases de catequesis con la mujer de un amigo suyo, que trabajaba para la SIDE.

Raúl era fácil de dibujar. Me salía muy bien. Leonel M y Germán P se reían mucho cuando veían las caricaturas que hacía de él. Dibujarlo era un pequeño acto de venganza. En una ocasión, había utilizado el dibujo como un intento de conciliación. Era el aniversario de mamá y él. Decidí hacerles una tarjeta de felicitaciones. No es que festejara con ellos. ¡El buey no festeja el día que le pusieron el yugo! Quería demostrarle que él y yo podíamos ser amigos. Los niños son ingenuos. Eso no debiera ser un defecto.

De un lado de la hoja los dibujé a ellos dos, de la mano. Lo favorecí tanto que estaba irreconocible. Del otro lado, dibujé un corazón que decía feliz aniversario.

—¡Mirá, Raúl! —dijo mi vieja—. ¡Mirá lo que nos hizo Guille! ¡Es un amor!

Raúl estaba acostado. Tomó la tarjeta y un rayo de sol que entraba por la ventana hizo que el papel se transparentara. Viéndola así —ambas imágenes superpuestas—, medio cuerpo de Raúl quedaba afuera del corazón. Él llamó la atención sobre esto.

—Me lo hace a propósito —dijo.

No fue lo único que hice para intentar caerle bien. Una vez, había que pintar el garage de casa. Él me pidió que lo ayudara. Comenzó a pintar mientras yo lo miraba hacer. En eso, sonó el teléfono y él lo fue a atender. Aproveché para tomar la brocha y seguir con el trabajo. Era la primera vez que pintaba. Obviamente, lo hice mal. Lo único que obtuve fueron sus insultos.

Las peleas entre Raúl y mi vieja eran moneda corriente. A veces, comenzaban porque ella lo veía maltratarnos. A veces, por otras cosas. Pero siempre se desarrollaban más o menos igual. La discusión iba subiendo de tono. Raúl levantaba la voz para tapar la de mamá. No argumentaba, le hacía burla. Después se alejaba. Se iba corriendo por la casa, ella lo seguía. Los dos gritando. Raúl llegaba a nuestra habitación y saltaba por la ventana que daba a la pieza de atrás. Como mi vieja no podía sortear el obstáculo, daba toda la vuelta. Entonces, Raúl saltaba de la pieza de atrás a nuestra habitación. Así varias veces, de atrás hacia delante, de adelante hacia atrás. Mi vieja lo agarraba de la camisa, intentando detenerlo. La camisa se rompía. Raúl abría la misma ventana por la que escupía, y gritaba: «¡Loca! ¡Loca!». Mi vieja le decía: «¡Te vas de mi casa!». Raúl entraba a nuestra pieza. Se arrodillaba. Lloraba. «¡Su madre me echa!», decía. «¡Su madre me echa!» Cuando Vanina creció, el lamento sólo se dirigía a ella. «¡Tu madre me echa! ¡Tu madre me echa!» Vanina lloraba y lo abrazaba. Vivíamos en una novela rusa. O en un grotesco de Discépolo. O en un sketch de Cha cha cha.

Al otro día, como si no hubiese pasado nada. Los dos desayunando juntos. Raúl mojando un sánguche en el mate cocido.

Una vez yo estaba solo en mi pieza, acostado en mi cama. Ellos discutían afuera. Cada vez más gritos. La puerta se abrió y entraron tambaleándose. Él sujetándola de las muñecas, ella caminando hacia atrás. Bailaban un tango violento. Ella tropezó y cayó sobre la cama de Silvana. Él sobre ella. «¡Soltame!», gritaba mi vieja. «¡Me estás lastimando!» Él no la soltaba. Acumulé tensión en los hombros hasta que grité «¡Hijo de puta!». Ninguno de ellos dos acusó recibo. Lo mismo hubiese dado que le gritara a los personajes de una película en la pantalla del cine. Siguieron así. Se fueron a pelear a otra parte de la casa. Se reconciliaron. Minutos después, Raúl entró en mi habitación. Se me acercó mucho. «Nunca vuelvas a llamarme así», me dijo. Su forma de mirarme me dio miedo.

La última vez que Raúl intentó ponerme las manos encima fue cuando yo tenía quince años. Me estaba gritando. Amagó a agarrarme del brazo. «No me toques», le dije, y lo empujé con fuerza. Trastabilló. No cayó porque se sujetó del placard. Pausa. Nos medimos. Un destello en su mirada. Comunicación animal. De pronto, se dio cuenta de que el cachorro había crecido. ¿En qué momento? ¿Cómo pudo suceder? Siguió ladrando, pero mientras retrocedía hacia la puerta. Salió de mi habitación evitando darme la espalda.